La Ciudad de Dios
o cómo San Agustín inventó
la filosofía de la historia
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Pintura de Juan Pantoja de la Cruz |
Roma. Su gran imperio. Cerca de quinientos años de dominación del Mediterráneo: el mundo no iba más allá de sus fronteras (o, al menos, así creían). En su centro, la ciudad eterna, intocable; la demostración de que la civilización había tocado techo. Siglos antes de que Albio Tibulo utilizase esas palabras para referirse a Roma (Urbs Aeterna), Platón había hablado de la Politeia, la ciudad gobernada con justicia, libre de toda corrupción y dirigida espiritualmente por la filosofía. Claro que él sabía que se trataba de una utopía, algo fuera del alcance de la naturaleza humana. Para ejemplificar esto, en el Timeo, escribió sobre la Atlántida: la ciudad terrenal que se había acercado más a la perfección, hundida física al igual que moralmente por la corrupta naturaleza humana. ¿Pensaba Platón en Atenas al contarnos esto? ¿Fue la Atlántida la verdadera Atenas; la Atenas que debió haber sido y que nunca pudo realizarse? En definitiva, ¿la Atenas ideal? Lo cierto es que los romanos sí pensaron haberlo conseguido, mucho antes de devenir imperio. Tan vanidosos, ellos, pensaron que la sociedad descrita en la Politeia no podía ser otra que la suya, y así tradujeron la obra como la República. Resultó que la ciudad ideal, la que Platón había dado por perdida en la forma de la Atlántida, ya había sido realizada por ellos. Nadie dio crédito, por tanto, cuando en el 410 d. C. Alarico, al mando de los godos, entró en el corazón del Imperio y saqueó la ciudad.
Había ocurrido lo imposible, y tocó buscar responsables. ¿Cómo fue posible que Roma cayera? Tan solo treinta años antes el cristianismo fue declarado la religión oficial del Imperio. Los valores antibélicos que traía esta “nueva” religión no fueron acogidos con popularidad por la aristocracia romana, y así culparon al cristianismo del saqueo de Roma. Tuvo que venir San Agustín para defenderla, y dedicó catorce años a escribir la obra que cambiaría para siempre la forma en la que comprendemos la historia: De civitate Dei.
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De civitate Dei Manuscrito de 1470 |
La ciudad eterna es la Ciudad de Dios. Aunque esté fuera del tiempo, existe y tiene ciudadanos. ¿Qué es esta Ciudad de Dios? San Agustín lo denomina a veces una sociedad a la que ya pertenecen algunos: los justos, los que no echan raíces en este mundo buscando gloria y poder, sino que saben que son solo peregrinos en esta vida: los que saben que la justicia verdadera no está en este mundo y por eso no adoran a nada ni nadie en él. A esta ciudad ya pertenecen en espíritu, y accederán a ella en cuerpo cuando acontezca el fin de la historia.
Así es como San Agustín introduce el concepto de fin en la historia. Desde entonces nadie lo ha podido sacar, pues de ninguna otra manera podemos preguntarnos por su sentido si no nos preguntamos hacia donde nos dirigimos como especie humana. San Agustín introduce por primera vez el género humano como sujeto histórico: la historia humana no es sino la expresión temporal de una pugna entre dos ciudades, a saber: la terrenal, cuyo reino pisamos todos los vivos, estemos donde estemos y vivamos en la época que vivamos; y la de Dios, que, por estar fuera del tiempo, ha de ser vindicada en este mundo por aquellos que renuncien a adorar la primera. La historia, bajo la mirada de San Agustín, pasa de ser un proceso degenerativo a uno progresivo: la historia es el desarrollo de la Ciudad de Dios, que se culminará allá cuando acaben todos los tiempos. La noción de progreso que tenemos hoy en día, que asociamos con tanta facilidad a la historia, es una idea legada por el padre de la Iglesia. San Agustín no hace simplemente historia, no se reduce a relatar los hechos pasados: se pregunta por su sentido, por el futuro. Sin saberlo, San Agustín ha inventado la filosofía de la historia.
Universidad de Málaga





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